El libro del té de Okakura Kakuzo

Okakura Kakuzo podía haber elegido cualquier otro arte japonés como excusa para defender su concepción de la vida y del arte: el ikebana o arte floral, el bushido o código de los samuráis o incluso el origami o papiroflexia. Pero el autor elige una práctica, que en occidente se considera marginal y a la que difícilmente se le concedería el rango suficiente como para edificar una teoría estética: la ceremonia del té o Cha no yu. Esta elección es en sí misma una declaración de intenciones porque la esencia de El libro del té consiste en enseñarnos la trascendencia de las pequeñas cosas.

Nada más iniciar la lectura del segundo capítulo llega una sorpresa, al menos para el lector occidental, cuando Okakura habla de las escuelas del té como si hablara de escuelas filosóficas o estéticas, incluso denomina a la belleza de la ceremonia del té, teísmo. Parece que está haciendo un juego de palabras con esta sugerencia de resonancias religiosas. Tal vez no sea casual, porque Okakura conocía las ideas occidentales teístas, ya que era doctor en Filosofía Occidental y Literatura Inglesa, y además El libro del té fue escrito en inglés. Él mismo parece intuir estas consideraciones cuando escribe:

“cualquier extranjero se sorprenderá, sin duda, de que armemos tanto jaleo para tan poca cosa. “¡Qué tempestad en una taza de té”, dirá.”

El libro del té es un libro en el que se defienden las ideas y tradiciones japonesas y se comparan en todo momento las actitudes occidentales con las orientales. No es extraño, porque el libro fue escrito en 1906, una de las etapas más convulsas de la historia japonesa: la era Meiji. Japón salía de un sistema feudal y abría sus puertas al mundo y se modernizaba debido a una fuerte influencia occidental.

Okakura, de linaje samurái, es muy crítico con la pérdida de los valores tradicionales japoneses y la adopción de la cultura occidental y está actitud recorre todo El libro del té. En este sentido, el libro va dirigido tanto al lector occidental como al japonés. Al primero para enseñarle a comprender la estética japonesa y a intentar borrar los prejuicios occidentales hacia lo oriental, esa actitud imperialista que considera todo lo oriental como encantador e infantil.

Al mismo tiempo, Okakura escribe para los propios japoneses, especialmente a los jóvenes, a los que invita a conocer las tradiciones japonesas y a no dejarse llevar por la invasión de los ideales occidentales.

Un rasgo llamativo es que Okakura parte de una actitud derrotista. El libro refleja una visión decepcionante y decepcionada del mundo. Es un poco injusta a veces la valoración de lo occidental que hace Okakura, porque muchos artistas occidentales admiraban el arte japonés, de hecho, las vanguardias europeas de principio de siglo XX no se pueden entender sin Japón. Así lo muestra, por ejemplo, el retrato de Manet a Zola, un trabajo esencialmente japonés para muchos expertos, por su organización pictórica y la poca profundidad del cuadro, en el que, por cierto, se ve un retrato del luchador de sumo Utagawa Kuniaki y una estampa japonesa.

Okakura justifica desde el primer capítulo por qué escribe un libro sobre el té, cuando dice, tras examinar las escuelas del té: “El teísmo es el taoísmo disfrazado” . Al examen de este aspecto dedica gran parte del tercer capítulo. Precisamente, resulta sorprendente que los japoneses, tan influenciados por la cultura china, no hayan creado una versión propia del taoísmo, como si hicieron con el budismo Dhyana de la India a través de su versión china Ch’ an. Okakura, como ya hemos dicho, nos da la clave al decir que el teísmo es la cristalización de las ideas taoístas. Y no es difícil darle la razón porque es cierto que en la ceremonia del té se manifiestan ideas estéticas puramente taoístas, como la concepción del vacío. Sin embargo, también es verdad que el taoísmo es la filosofía que más choca con la mentalidad japonesa. La sociedad japonesa está jerarquizada y la persona se entiende como un ser social; el taoísmo, por el contrario, es asocial. En China siempre ha existido un conflicto entre confucianismo y taoísmo. El confucianismo defiende que el ciudadano tiene unos deberes para con la sociedad frente al taoísmo, de tendencias anarquizantes, en el que la persona se desentiende de su papel en la sociedad. En términos occidentales sería la disyuntiva entre la teoría política de Aristóteles y la manera de vivir de los cínicos.

¿Qué sucede, pues, con la ceremonia del té? Es el último reducto de la espontaneidad, sí, pero, por otro lado, los japoneses no pueden evitar, y también le pasa al propio Okakura, domesticar este último reducto, normativizando hasta el extremo el simple acto de beber una taza de té. Es verdad que la reglamentación del té responde a la idea de abandonarnos a nosotros mismos, pero la disciplina del ritual choca con la esencia del taoísmo. Por poner un ejemplo actual, es lo mismo que le pasa al movimiento cinematográfico Dogma o lo que le ocurría a la Nouvelle vague francesa: al realizar decálogos y normas para legislar lo natural, de alguna  forma se pierde esa espontaneidad. Los que imitan servilmente los preceptos del maestro del té Senno Rikyu olvidan que Rikyu se caracterizaba por no ajustarse a los preceptos rígidos y por su gusto por la naturalidad y lo imprevisible.

A pesar de esta paradoja, Kakuzo Okakura nos enseña cómo las ideas filosóficas y estéticas japonesas se reflejan en la ceremonia del té. Nada es arbitrario, todo tiene un impulso estético hondamente influenciado por el taoísmo y el zen. Okakura no habla sólo de la arquitectura o del uso de materiales sensoriales como el bambú y la madera;  hasta las dimensiones de la Sukiya –la sala- responden a la idea budista de que el espacio no existe para los verdaderos iluminados. Es bellísimo descubrir que la medida de la cámara de té responde a un pasaje del Sutra de Vikramaditya en el que se explica que el santo Manjusri y ochenta y cuatro mil discípulos de Buda se encontraron  en una sala de menos de cinco tatamis.

La concepción taoísta del vacío también se encuentra en la ceremonia del té. En la falta de ornamentación del pabellón y en el mismo cuenco vacío donde el té necesita derramarse.

Quizá la idea más llamativa es la concepción de lo imperfecto, que nos explica Okakura al referirse a la sala de té, que es:

“la casa de la Asimetría al estar consagrada a lo Imperfecto, y porque en ella siempre existe un propósito de obra inacabada, de forma que los juegos de la imaginación personal puedan concluirla a su gusto”.

Son ideas que recuerdan inevitablemente a pintores chinos como Ma Yuan y Liang Kai, de la dinastía Song del Sur, ambos budistas ch’an, que se caracterizaban por la importancia que le daban al vacío. Ma Yuan, por ejemplo, no pintaba la base de las montañas, con lo cual nuestra mente es libre de imaginar cómo será esa zona ni siquiera dibujada, esa tierra hecha de nada. Es una montaña sin límites, imperfecta, distinta y única para cada persona que la contempla.

A esta idea responde en la ceremonia del té la disposición desigual de los cuencos y demás utensilios e incluso el desorden de las piedras del sendero (roji). El gusto por lo viejo, lo usado e incluso lo roto.

Otro autor japonés, Tanizaki,  explica En el elogio de la sombra, la belleza de las cosas que han sido usadas, que tienen marcas del tiempo, lo que los chinos llaman el lustre de la mano y los japoneses desgaste. Ton’a decía que “la tela de seda es bella solo cuando empieza a deshilacharse”. Por eso no es de extrañar que los artistas japoneses tallaran las columnas del Mausoleo de  Nikko de arriba hacia abajo para hacerlas deliberadamente imperfectas.

Otra idea interesantísima es la de lo efímero, una taza de té es fugaz como la vida. No hay espacio, no hay tiempo, todo está en permanente cambio.

Se ha dicho que El libro del té es sobre todo melancólico. La verdad es que el libro se cierra precisamente con este regusto melancólico y un poco amargo al describir la última ceremonia del té del maestro Rikyu. Podemos detectar aquí lo que los japoneses llaman mono no aware, el patetismo de las cosas. El suicidio del maestro después del último sorbo conecta la belleza con la tristeza del mundo. Podemos concluir que, incluso en el estilo melancólico de su libro, Okakura es fiel a la tradición.


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