
Japón, antes de la Restauración Meiji (1867), era un país bicéfalo. Coexistían dos poderes. Por un lado, el Shogun, caudillo militar que gobernaba un país dividido en feudos; por otro lado, el emperador, que tenía un poder simbólico. El propio shogun no disfrutaba de un poder absoluto, sino que estaba en gran parte condicionado por los consejeros del bakufu o administración central y, además, dependía de las fidelidades de los daimyos o señores feudales. Este sistema fomentaba una radical separación de clases, aunque ya existía una incipiente burguesía y se estaban dando los primeros signos de la decadencia de los samuráis.
El sakoku
Una de las características fundamentales de Japón era su aislacionismo (sakoku), adoptado por el shogunato en el siglo XVII y que ya duraba más de doscientos cincuenta años.
La temida amenaza extranjera se hizo efectiva con la llegada de la flota del comodoro estadounidense Perry a Edo (actual Tokyo) en 1854, lo que obligó a abrir los puertos al comercio extranjero. Esta situación hizo reaccionar a los japoneses, sobre todo teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo en China, donde las potencias occidentales dictaban su ley al Imperio, sin que éste pudiese reaccionar adecuadamente. Recordemos que China tuvo que firmar una serie de acuerdos desiguales con las potencias

occidentales.
Aunque había tanto japoneses xenófobos como pro-occidentales, todos estaban de acuerdo en que tenían que aprender de las potencias occidentales si querían que Japón mantuviese su independencia y autonomía como nación. La preocupación de la inteligentsia era crear un gobierno capaz de reaccionar ante los cambios y tomar decisiones eficaces. La cuestión era saber si el shogun era capaz de afrontar la nueva situación. Algunos pensaban que sí, pero otros creían que el emperador tenía que asumir el poder efectivo.
1 comentario